Lic. José María Villalta Flórez-Estrada
Abogado y ecologista
Sin duda este Tratado que se tramita –aunque no se discute- de forma acelerada en el Parlamento, implicará un incremento considerable de la presión sobre los recursos naturales del país, de por sí cada vez más amenazados.
Con más razón, si damos por cierto lo que repite de forma insistente el Gobierno, en cuanto a que el TLC traerá un aumento de las exportaciones y de la inversión extranjera. Pensemos por un instante en la producción de piña, cultivo estrella del modelo agroexportador, pero cuya expansión desmedida está amenazando bosques y áreas de recarga de los que depende el abastecimiento de agua de muchas comunidades.
A pesar de que diversos estudios muestran que no es posible establecer una relación directa entre la firma de acuerdos comerciales y de inversión y el incremento de las inversiones, si es claro que las empresas que más podrían verse atraídas por tales convenios, son aquellas cuyas actividades generan conflictos sociales en los países donde se hospedan u ocasionan altos impactos ambientales.
No es casual que los principales reclamos internacionales contra el país en los últimos años, por la aplicación de sus leyes ambientales, se encuentren vinculados con este tipo de empresas: la estadounidense Harken, cuestionando que la SETENA no aprobó su estudio de impacto ambiental para la perforación de un pozo petrolero en el Caribe (2003) y la canadiense Vannessa Ventures, interesada en construir una mina de oro a cielo abierto en la Zona Norte y que ya en dos ocasiones (2004 y 2005) ha amenazado con estas demandas.
En el primer caso, el país habría contado con mucho menos recursos para defenderse si el TLC con EEUU estuviera vigente. En vez de que el asunto se tramite ante la justicia nacional –como hoy ocurre-, quedaríamos obligados a enfrentar una multimillonaria demanda ($57,000 millones) ante tribunales privados de dudosa transparencia. El segundo, se basó en un Acuerdo de Inversiones con Canadá, aprobado en 1999 sin debate alguno, a pesar de que impone al país obligaciones similares a las del TLC. Es un buen ejemplo de cómo, sin necesidad de ganar las demandas, este tipo acuerdos otorgan eficaces instrumentos a las empresas para presionar a las autoridades ambientales a fin de que fallen a su favor.
Y es que, si el TLC conlleva inevitablemente una mayor explotación de nuestra agua, nuestros bosques y nuestra biodiversidad, lo mínimo que podríamos esperar de un tratado construido bajo un enfoque de desarrollo sostenible, es que, a su vez, contenga mecanismos adicionales de protección, que sean eficaces para mitigar los impactos negativos que tal explotación producirá. Pero, tales garantías brillan por su ausencia.
Por el contrario, a lo largo de todo su articulado, el tratado le impone una serie de obligaciones al Estado Costarricense que, al tener fuerza superior a las leyes nacionales, socavan y debilitan su capacidad para proteger efectivamente el ambiente y hacer prevalecer los derechos de las comunidades locales.
En el Capítulo 10 se le otorgan a las empresas estadounidenses una serie de privilegios que superan con creces las facultades del resto de la población. Se crea una jurisdicción especial (art. 10.16 y siguientes) que operará fuera del territorio nacional, donde las empresas pueden atacar cualquier política o decisión ambiental del Estado, pero las y los ciudadanos están totalmente impedidos de participar. Tribunales privados, en los que árbitros privados velarán por los intereses de los inversionistas, a los que el Estado no puede negarse aunque estén en juego asuntos de interés público. Si se les denegó una concesión de agua, si se les sancionó por irrespetar la zona marítimo terrestre, si se rechazó un proyecto minero por no ser viable ambientalmente o si un Gobierno Local no dio el permiso para un proyecto hidroeléctrico. Ya no tendrán que dar la cara ante los tribunales locales.
Con la regla de “trato nacional” (arts. 10.3 y 11.2) se le impide al Estado darle un trato más favorable en el acceso a los recursos naturales a las comunidades locales, cooperativas y pequeñas empresas nacionales –incluyendo municipalidades e instituciones públicas- que el que le da a las transnacionales. A pesar de las obvias diferencias en poderío económico y tamaño, no podría dársele prioridad a las ASADAS al otorgar concesiones de agua o establecer que los pescadores nacionales tendrán acceso exclusivo en los recursos pesqueros del país, tal y como ocurre en la actualidad. Por si fuera poco, Costa Rica fue el único país que no se reservó el derecho de proteger a las minorías en desventaja frente a este tipo de obligaciones. Hasta EEUU lo hizo (Anexo II).
Las decisiones ambientales y de ordenamiento territorial, como las áreas de protección del recurso hídrico, que en nuestro país califican como limitaciones de interés social a la propiedad, podrían ser cuestionadas por las empresas como “actos equivalentes a expropiación” (art. 10.7). Así ha ocurrido en México en el marco del TLC de América del Norte (TLCAN), vigente desde hace 12 años.
En el capítulo 11, actividades tan sensibles como el acceso y uso de la biodiversidad son consideradas como simples servicios comerciales, respecto a los cuales el Estado ni siquiera puede restringir el número de “proveedores”, con base “en una prueba de necesidades económicas” (art. 11.4).
Para EEUU no se estableció ninguna obligación de ratificar importantes convenios internacionales ambientales como la Convención de Diversidad Biológica o el Protocolo de Kyoto y solo se reconoce la importancia de aquellos de los que todos los Estados sean Parte (art. 17.12). Pero, nuestro país se obligó a aprobar, antes del 1 de junio de 2007, el Convenio UPOV-91 (art. 15.1.5), el cual establece un sistema de patentes sobre las plantas y sus semillas, afectando los derechos de las comunidades campesinas e indígenas, así como la biodiversidad.
El Capítulo 17 “Ambiental” nada dice que permita paliar estas amenazas. Más bien las refuerza con una definición de “legislación ambiental” anacrónica, que de forma expresa excluye las normas que regulan la explotación de los recursos naturales –las que se consideran como simple legislación comercial- y omite aspectos esenciales como la planificación del territorio, las medidas para evitar la sobre explotación de los recursos y los derechos de las comunidades de participación en la toma de decisiones (art. 17.13). A diferencia de los capítulos que se refieren a los privilegios de las empresas, no se obliga a los países a elevar sus parámetros de protección ambiental o al menos a equipararlos (17.1).
Tantas deficiencias pretenden ser aliviadas con declaraciones de buenas intenciones y disposiciones reiterativas, anodinas y vacías, como un procedimiento de “participación” y “denuncia”, mucho más engorroso y burocrático que los existentes en las leyes nacionales (17.6, 17.7 y 17.8) y un sistema de solución de controversias (17.2) donde los demandados son –otra vez- los Estados y no las empresas que contaminan y que ha demostrado ser totalmente inoperante en el caso del TLCAN. Mientras que ya se cuentan treinta y tres demandas de inversionistas contra Estados con base en el Capítulo de Inversiones (muchas por aplicar leyes ambientales), no se registran demandas presentadas por otros Estados contra las Partes, por omisiones en la aplicación de su legislación ambiental.
En síntesis, un muy mal trato para el ambiente.
1.Publicado en el boletín Nº 2-2006 de la Cátedra “Abriendo Caminos” de la Universidad Estatal a Distancia.